Melania Moscoso / Profesora del departamento de Filosofía de los valores y Antropología Social
Se insiste desde la biología y desde las ciencias humanas que el hombre es una criatura incompleta, indeterminada y altricial, que difícilmente podría sobrevivir sin ese complejo entramado simbólico y material que llamamos cultura. Por esta razón se ha señalado que en lugar de fijarnos en las cualidades que lo hacen distintivo de otras criaturas como el lenguaje, haríamos bien en reparar en sus carencias y en su radical dependencia con el entorno natural, y con los otros humanos.
Hoy más que nunca el agotamiento de los recursos materiales y el desplazamiento masivo de las poblaciones como resultado de las guerras y la devastación del medio ambiente ha puesto sobre el tapete que uno de los grandes desafíos a los que nos enfrentamos es la necesidad de hacernos cargo de nuestro potencial destructivo como especie.
Todo ello, pone de manifiesto lo que la propia etimología de la palabra cultura siempre ha señalado, que la humanidad ha de ser cultivada, dada su fragilidad y la radical precariedad de nuestro estar en el mundo. La cultura deviene así cuidado de lo que somos y nos rodea, un estar en el mundo enraizado en el humus que nos hace humanos, la vulnerabilidad que nos constituye y que nos hace capaces de lo mejor y de lo peor.
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